TODOS PUTOS
Qué al pedo que están en los medios para darle importancia a la muerte de un barrabrava...
UNA DE DON JUAN PAMPERO
Queridos amancebados, si bien no aparenta tener formato de Carta, lo es. Sólo que nuestro nuevo columnista ha investigado y mucho, y no ha querido dejarlos al margen de dicho conocimiento al ilustre público amancebado. La temática elegida hoy, con sus secuelas, sin dudas, será polémica...
"EL GENERAL SARMIENTO"
(Para mal sarmiento, nada mejor que buena podadora)
PRIMERA PARTE
El primer antecedente
El primer antecedente
En febrero de 1851 Sarmiento ha cumplido 40 años. Demostrando su plenitud física e intelectual hace reeditar Civilización y Barbarie. Han pasado seis años de la primera edición y ha regresado con mayor vigor sobre el tema. Pero nadie sabe, allende y aquende los Andes, por qué lo ha hecho, por cuanto en aquel ayer y hoy mismo, hacer una reiteración de este tipo es el símbolo del fracaso literario. Tal cual lo fue en su momento, que no llegó a cubrir los gastos de la impresión. Y nosotros tampoco, si vamos al caso, comprendemos este paso del sanjuanino que sabemos no daba puntada sin nudo, ni nudo sin puntada. Pero comparando la primera edición con la segunda, advertimos sorprendidos que Sarmiento ha suprimido directamente los dos últimos capítulos (un libelo contra Rosas excéntrico y fuera de tema); su oración para que la Divina Providencia bendiga las armas del General Paz, vencido y encarcelado por subversivo varios años atrás; un buen número de páginas interiores, y en otras ha purgado párrafos completos llenos de anacronismos. Argumenta don Alberto Palcos (El Facundo), y don Manuel Gálvez (Vida de Sarmiento) se hace eco de ello, que la reedición de Civilización y Barbarie fue para menguar los ataques virulentos que arrojara Sarmiento contra los unitarios en la primera edición. Es que las noticias de la inminente caída del Ilustre Restaurador es el comentario de la calle en Chile, y es posible que don Domingo no haya querido ahondar las diferencias entre unitarios y federales. O para ser sinceros: entre los mismos unitarios, partido al que no le conviene sacar lienzos ajenos al sol, por aquello de que “si me sacudes un trapo sucio yo te sacudiré ocho peores”. Sarmiento los conoce y no quiere tentar al diablo.
Unos treinta días después de este asunto, llega a Santiago la noticia de que el pronunciamiento de Urquiza es inaplazable. Y es aquí donde Sarmiento comienza a mostrar sus dotes de estratega militar. Planea entonces una invasión a la Argentina por San Juan o Mendoza. Para ello cuenta en la capital chilena con sesenta soldados de línea y unos doscientos voluntarios argentinos que nadie sabe de dónde han salido; la adhesión de jefes como Videla, Aquino y Crisóstomo Alvarez; armamento convenientemente almacenado y mucho dinero que ha aparecido por adacadabra. Con esta pléyade de granujas, ladrones, desertores y perseguidos de la justicia, dirigidos por borrachos célebres como Pedro León Aquino, que es Coronel, Sarmiento piensa poner en jaque a la Confederación, cruzando el macizo montañoso como Aníbal, Napoleón o San Martín. Pero aparece la figura del doctor Guillermo Rawson que lo convence de no hacer aquel disparate: los federales tienen la mala costumbre de tomarse aquellas cosas a pecho y podrían separarle la cabeza del cuerpo en menos que canta un gallo.
Es que Rawson, que ha sido compañero de escuela de Sarmiento, a pesar de ser diez años menor que el Niño Prodigio, se lleva bien con el gobernador de San Juan, el General Nazario Benavídez, y se encuentra en Chile de visita como estudioso y no en calidad de refugiado político, como la caterva que allí habita. El también quiere la caída de Rosas pero por medios pacíficos: a esta actitud Sarmiento la llama “sistema flogístico de emolientes y cataplasmas”, porque él prefiere el método quirúrgico del “sangredo” (digo de puro metido: “sangrado” habrá querido decir). Mas cuando se entera de los planes del sanjuanino por su boca, se escandaliza y al final termina por disuadirlo. Sarmiento evocará con encono este encuentro que degeneró en un enfrentamiento, y por primera vez, recordará mucho después, que “no quiere que se lo contradiga en cosas de la guerra”, porque él “lleva diez años en esto”. Que en verdad no sabemos qué es “esto”, porque hasta ese momento ha pasado su vida de plumista pago, seguro bajo techo y no en campaña, detrás de un escritorio aburguesado, durmiendo en cama muelle, comiendo como un sibarita y tirándole pedradas a todo intrépido que se le arrime o cruce. La única agresión que pudo haber sufrido Sarmiento en esos años debe haber sido la de los mosquitos a la noche, que en Santiago son bravos. No hay duda: la de Sarmiento ha sido una guerra saludable y lo único que ha perdido es el cabello, porque él, además ha engordado.
Sin embargo al hurgar un poco más en este entredicho, nos enteramos que Rawson ha tratado en ciertos círculos y voz en cuello, lo que Sarmiento le dijera a la oreja, y ha tildado a la cruzada como “locura sublime”. Que hoy no suena tan mal, pero en aquella época era vejatorio y más para él, tildado en su pago de orate sin remedio. También el médico contaría del proyecto sarmientino al visitar Copiapó y Valparaíso, donde al enterarse la gente se burla y ríe de Sarmiento sin piedad, porque en verdad, no lo pueden creer. Al enterarse de este bochorno sus huestes en Santiago, llenas de coraje, han desaparecido paulatinamente, porque no quieren ser blanco de las hirientes chanzas populares. El plan mostrenco de Sarmiento ha quedado frustrado. El 30 de abril Rawson está de regreso en San Juan, y parece que allí también habría contado de la “expedición libertadora” de Sarmiento, lo que provoca hilaridad entre los oyentes. El Padre del Aula, jamás le perdonará este ridículo a Rawson que, al final de cuentas, le salvó la vida al ponerlo en vereda. Ahora, obligadamente, deberá reunirse con Urquiza que ya se ha sublevado en su pago, Arroyo de la China: en realidad es esto lo que le duele. Pero no le queda otra opción.
Los preparativos
Es ley en estas aporreadas costas, que todas las cosas que elaboran los liberales en perjuicio del pueblo se anuncien los días jueves o viernes. No lo digo yo, que hasta me han tratado de comunista, lo dice la historia. De esta manera los díscolos tienen tres o cuatro días para pensar lo que les puede pasar si se hacen los locos. Siguiendo esta ley, el jueves 1° de mayo Urquiza firma su “pronunciamiento” que, en realidad se da a conocer el viernes 2. Pero la noticia tarda en llegar a Santiago. Al enterarse Sarmiento brinca alborozado y en su delirio imagina que está derrotando a Rosas y que Urquiza lo convocará al Congreso con que sueña.
En uno de sus frecuentes raptos de megalomanía escribe: “Que gobierne Benavídez, con tal que el autor de Argirópolis (que es él) sea nombrado diputado al Congreso. Dígolo con convicción profunda. En ese Congreso, si tiene lugar, habrá un asiento vacío si no estoy yo. Echáranme de menos los pueblos, será incompleta y vacilante su marcha. Mi presencia dará a todos confianza.” Pero como esto, que es para la psiquiatría, le parece poco, agrega a renglón seguido: “Ese Congreso será subyugado por Urquiza, y creo que sólo mi presencia puede conservarle la majestad de la Representación Nacional.” Pero en realidad “los pueblos” lo ignoran. Esta es la verdad, y será el primer frentazo que se dará al llegar al Plata para comprobarlo personalmente. Y el Congreso que se reunió en agosto de 1852 en Santa Fe, funcionará sin su presencia y más aún: nadie notará su ausencia. Para colmo el proyecto que servirá para el tratamiento constitucional lo ha redactado Alberdi, aquel feroz enemigo de las Cartas Quillotanas, en dos libros (aparecidos en mayo y agosto de 1852) que han sido éxitos de librería.
El día jueves 18 de septiembre amanece con una buena noticia para Sarmiento: Montt, su amigo personal y Hermano de Logia, ha asumido la presidencia de la república. Pero esta feliz circunstancia para un exiliado como él no lo distrae. Sólo piensa en embarcarse para concurrir al llamado que nadie le ha hecho. Y al finalizar este mes, o bien pudo ser en el primer día de octubre, viaja a Valparaíso con su mujer y su hijo que lo acompañan para despedirlo. Con él se marcharían seis compatriotas, entre ellos los coroneles Aquino y Wenceslao Paunero, y el Sargento Mayor Bartolomé Mitre que, en realidad no se va, porque lo echan, que es distinto: ha sido sorprendido en actividades subversivas para derrocar al presidente chileno. Y Sarmiento es la garantía de que Mitre se irá de Chile y no volverá más. Mitre no olvidaría nunca este gesto del amigo porque la pena que le correspondía era durísima por ser un extranjero. Ha intervenido la mano de Montt que prefiere esta alternativa antes que mantenerlo preso, vestirlo, darle de comer y verlo de vez en cuando. Y en verdad Mitre no viene: lo remiten, para que siga con sus andanzas tumultuarias en esta lozana tierra por la friolera de 55 años más.
El día anterior a embarcarse, el grupo hace una visita a la corbeta Médicis que los trasladará al añorado Río de la Plata. Cuando estaban haciendo la recorrida el Coronel Aquino se cae por una escotilla que estaba abierta: evidentemente el clarete chileno le estaba haciendo efecto. Pero aparte de llenarse de moretones no le sucederá ningún otro inconveniente.
Al embarcarse con su equipaje, deben trasponer una escalera de ascenso a la nave, donde un ceremonioso oficial les va tomando el nombre y apellido, que luego anota prolijamente en una planilla. Al pasar cada uno dice su nombre al que antepone su grado militar. El último de la cola es Sarmiento, porque va cuidando que Mitre no se le escape, y, al hablar, aventaja a su nombre el grado de Sargento Mayor, es decir, el que tenía Mitre. De manera que ya puede ver el lector si no hay algo de milagro en esto: un grado que se obtiene con 25 años de servicios militares sin interrumpir (de Portaestandarte a Capitán), Sarmiento lo ha obtenido en cinco minutos. Este es el primer antecedente militar que hemos encontrado del que después sería "el General Sarmiento".
Finalmente el 2 de octubre, que también fue jueves, parte la Médicis en busca de aquel horizonte añorado por los viajeros. La suerte esta echada.
La llegada a Montevideo
Entrada la noche del sábado 1° de noviembre de 1851, los viajeros pueden ver las luces del faro de la isla de Flores. Al otro día se preparan para desembarcar en Montevideo. Sus corazones están llenos de ansiedad porque ignoran qué pudo haber pasado en el Plata en este mes de navegación, realizada sin tocar puerto para hacer recalada.
Ahora, delante de sus ojos está la gran ensenada donde yace el puerto, y al fondo se puede observar el Cerrito, llena su cima de soldados. Se asustan por ello, o en otras palabras, estos soldados se asustan de ver soldados. Es como si un médico fuese a un hospital y se asustase de ver médicos. Sucede que no saben a quién pertenecen los soldados, si a Oribe o a Urquiza. Estaban en esta disquisición cuando se les acerca un batel a remo. Es de la Capitanía del puerto que viene a indicarles cuál será el lugar de anclaje de la Médicis. Le preguntan al oficial al mando del barquichuelo dónde está Oribe, y éste les responde lacónicamente: “En su quinta”. Desconcertados inquieren sobre Urquiza y reciben como respuesta un sorprendente: “Se fue”. Y sin saber lo que realmente pasa en Montevideo se ponen a festejar sobre cubierta. Es el deshago del trance que acaban de pasar y que les dejó el corazón como una pasa de uva.
Al descender a tierra el grupo se disuelve y toma cada uno un rumbo distinto. Sarmiento, a quien nadie ha llamado, no sabe qué hacer. Es el único de los "seis repatriados" que nunca ha estado en Montevideo. Entonces toma una calle al azar, que resultó ser la que llamaban Ancha y, a poco de caminar se encuentra con una parada militar: son batallones enteros de italianos, franceses, vascos, alemanes y cuatro de negros africanos vestidos con uniformes que son un lujo. Son tropas mercenarias importadas por el Brasil para luchar contra el Tirano Sangriento Juan Manuel de Rosas, y puestas a órdenes del Marqués de Caxías que está formando "el Ejército Chico". Y Sarmiento termina alojándose en un lugar que se cuida mucho de decirnos cuál fue, de donde deduzco pudo ser un cuchitril donde el piojo más chico debió tener el tamaño de una tortuga. De no haber sido así, él, en su delirio megalomaníaco lo hubiese dicho a troche y moche, para provocar ayer y hoy, la general envidia. Que en verdad nadie le tiene, simplemente porque nadie lo conoce.
Seguidamente Sarmiento nos cuenta que, enteradas altas personalidades de su presencia, se fueron a visitarlo. Digamos como un besamanos. Pero, ¿a dónde? ¿Al chiribitil? No. No puede ser. El fue a visitar a las personalidades, que es bien distinto. Y al único que menciona es a un ministro del Brasil cuyo nombre omite. Parece que Diógenes Urquiza, hermano del General, no lo quiso recibir. Esto le trae mala espina y arguye que algo se trama contra él. Sin embargo le escribe a Montt: “todos presienten que hay un rol que me está reservado, y mi llegada parece que cubre una necesidad.” Por ahora, y en lo contencioso, lo único que ha cubierto es la cama de la pensión, donde para lavarse cuatro hay un cántaro y una sola palangana.
En las tertulias de Montevideo, donde menudea el vino en jarra, ha escuchado hablar pestes de Urquiza. El entrerriano estuvo, con 3.000 veteranos, un mes cerca de la ciudad, a la que no quiso entrar por considerarla “una cueva de traidores”. Prefirió su tienda y el catre de campaña, rodeado por sus soldados, antes de codearse con los burgueses sibaritas. Allí, amarguiando en su carpa, recibía como Facundo, a los que quisieran verlo. El no llamó a nadie. Por la noche el General se queda con un terrible mastín al que llama Purvis, que es el apellido de uno de los representantes ingleses. Este asunto disgusta a Sarmiento. Para colmo el perrazo tiene la costumbre de morder y solamente lo detiene la voz de su amo. Pero hay ocasiones en que la voz del éste ha llegado tarde. De manera que quien quiera visitar a Urquiza tiene que pensar en qué le va a decir y pasar, previamente, por Purvis, que tiene la mala costumbre de no distinguir las jerarquías y les manda diente sin asco, sea canilla, lomo, costillar o vientre.
Pero lo que más le molesta al sanjuanino es que Urquiza está empecinado en hacer usar a todo el mundo la cinta rojo punzó. Se le ha olvidado que él en su Memoria, de fines de 1845, preconizaba lo mismo. Pero en fin, nadie es perfecto en este mundo. Y son estas y otras las razones por las que Sarmiento decide no ir a Entre Ríos para entrevistarse con Urquiza. Sin embargo habría de terciar Alsina que no quiere el más mínimo disentimiento entre los unitarios, y por ser conocedor de la bolsa de gatos que maneja, le aconseja que vaya “a fin de inspirar confianza a nuestros amigos”. Por otro lado Vicente López tiembla al pensar que el carácter de Sarmiento se estrellará contra usos y costumbres que lo chocarán, pero también le aconseja que vaya de visita, porque Urquiza, en el fondo, “es un hombre manejable”, y el secreto está en satisfacer con palabras su egolatría y en el arte de darle ideas, que luego el Caudillo tomará como genialidades suyas. La única recomendación que no le han dado es sobre cómo manejar la ferocidad de Purvis que “muerde horriblemente.” Entonces se resuelve a viajar al Entre Ríos.
Sarmiento se va para Gualeguaychú
Se entera que en el puerto de Montevideo hay un barco que transportará unos mil soldados hasta Gualeguaychú. Son hombres que hasta ayer mismo habían servido al Restaurador. Sarmiento aprovecha la ocasión y pide sumarse a la comitiva, lo que le es concedido de inmediato. Con esta sufrida hueste federal Sarmiento debe convivir. Dice que aquellas presencias no le causan aversión, pero que lo hacen sufrir: es el costo de viajar sin pagar el pasaje. Matiza estas meditaciones contemplando la voluptuosidad del paisaje. Jamás ha navegado por el río, el que le parece anchísimo, y va descubriendo los arenales blancos en las playas y las densas maniguas que los bordean. Con un anteojo que le han prestado busca afanosamente la isla de Martín García hasta que la encuentra y saluda, pareciéndole “artística y acompasada”.
Pasa el Paraná Guazú y el Pavón, hasta que, haciendo unas veinte leguas por el Río Uruguay al norte, desembarca por fin en Landa, que no es más que un atracadero de tablas. Lo hace en hombros de soldados entrerrianos porque, al parecer, no sabe nadar y le tiene terror al agua. Pide caballos para seguir pero nadie le lleva el apunte, hasta que dice quién es y a qué ha venido, entonces todo se le allana. Pasa la noche en un rancho donde las pulgas, siempre irrespetuosas, hacen su agosto en aquel cuerpecito destinado a las altas magistraturas. Al amanecer parte para Gualeguaychú, que entonces no es más que una villa en formación, distante a unas dos leguas más al norte entre esteros y bañados. Al llegar se entera que Urquiza está en la Casa de Gobierno, que no es otra cosa que una casa de familia habilitada para esos fines. Se hace anunciar y Urquiza le manda a decir que lo espera. En verdad el General ya sabe, por los chasquis de guerra de la noche pasada, que entre la tropa viene un “galerudo” y conoce de él todos los detalles. Pero a Sarmiento la emoción lo embriaga pensando que lo sorprenderá. Se encontraría con “el hombre de la época, el dispensador de fortuna, gloria y empleos.” Y Urquiza se hará el sorprendido que lo encontró trabajando.
Aunque de haber existido mi alma en aquella época, se encontraría en alguna batería de Chilavert en Caseros, baqueteando cañones y trozando fierros para hacer metralla, me hubiese gustado presenciar este encuentro que, seguramente, no tuvo desperdicios. Porque Sarmiento cree que representa la cultura de su tiempo, que es la cultura europea, las letras y el periodismo, siempre sufragado, parlanchín e irresponsable, pero que tienen el poder de desmantelar los espíritus más arriscados. Urquiza es el lo gaucho, lo bruto e incivil, lo visceral e instintivo. Sarmiento, junto con Valentín Alsina y Vélez Sarsfield son figuras civiles de relevancia de aquel tiempo: de corbatas abullonadas, respetables, solemnes, con giba y mediocres sin abuela: ni una idea ilumina sus sesos que no tenga dueño, ni dicen una palabra que otro no la haya dicho antes. De cosecha propia, nada. Y cargan sobre sí una virtud admirable: transitan vestidos como los ingleses en plena entrada del verano en Entre Ríos, cuando la mayoría de la gente anda en cueros y buscando una sombra para guarecerse. Sarmiento describe minuciosamente a Urquiza que está vestido de poncho de hilo blanco de campaña, siempre con el sombrero puesto y tirado un poco hacia delante lo que le obliga a levantar la cabeza como desafiando al interlocutor; pero su personalidad no despierta en el Padre del Aula cualidad alguna. Nada bueno y nada malo de mención ve en el Caudillo.
El primer encuentro de Urquiza con Sarmiento
Urquiza recibe a Sarmiento “con la distinción imaginable”, le cuenta éste a Jacinto Peña en una carta. Se inicia la conversación que degeneraría en un monólogo de Sarmiento, porque Urquiza debe comprender que él es un gran hombre que ha luchado contra el Tirano y ahora viene a ponerse a su disposición. Este Sarmiento contado por él mismo, aquel que alardeaba de su carácter, de su arrogancia ante los déspotas, se empequeñece ante Urquiza y comenta resignado: “era preciso anularse en su presencia”. Pero se justifica diciendo “que eso le hace bien al país”. En realidad se arruga como el pantalón de gringo que viste, porque su ambición es mayor que cualquier cascote que se le cruce. Y por más megalómano que sea no se anima a decirle que desea prestar sus servicios como militar. Es que Sarmiento es un delirante que delira cuando cuadra la ocasión. O cuando lo dejan.
Urquiza que llegó a callarse por la verborragia de Sarmiento contándole su biografía, lo interrumpe de repente y le hace una pregunta que huele a caucho quemado: “¿Qué piensa hacer usted?” Sarmiento no aguardaba este domingo siete; esperaba que después de su exordio viniese la banda de música a tocarle el Aleluya y no apareció ni un pífano. Sobreviene un silencio estremecedor. Y Sarmiento le contesta con la verdad: en realidad no sabe qué hacer y que a lo mejor regresaría a Montevideo. Entonces el entrerriano le tira una bolsa de adoquines para que flote al agregarle que “esa idea le parece bien”. Que es lo mismo que pellizcarse con una tenaza sin filo para que duela más. Así terminó este diálogo, o monólogo como ya he dicho, con un Sarmiento que pensaba salir, conforme a los grandes méritos que él creía tener, con el grado de Coronel, por lo menos, y no recibió ni el grado de escribiente de segunda para cebar mate.
¡Cuánto dolor hay en este desenlace! Siempre los militares, de puro brutos, ¡cómo matan la ilusión de la gente! Sarmiento no sabe y aparentaría no saberlo jamás, que en la milicia, por lo menos aquí, se empieza siempre de abajo, del último puesto del escalafón, cargando la mochila de 40 kilos, el fusil que pesa 5 y mucho, mucho barro, poco sueño y bastante hambre para estar en silueta, y de allí se van ganando los grados que tacaños se conceden cada cuatro u ocho años, jamás se regalan, siempre y cuando un balazo no mande al candidato al pago de donde no se vuelve. De manera que ser militar es muy fácil. Sólo hay que hacerlo.
Sarmiento queda en una encerrona. Por un lado no tiene ningún buque que lo regrese a Montevideo por lo que deberá esperar. Por el otro, van a hacer 48 horas que no echa un bocado al estómago y las tripas le duelen, haciendo borborigmos como un ferrocarril de contramano. Urquiza se fue a almorzar una vaquilla con cuero con la tropa y ¡no lo ha invitado! Más aún: ¡ni agua le ha ofrecido para remojar el gañote seco como una teja! Y, finalmente, recuerda que se ha mandado hacer un uniforme de Coronel con un sastre de Montevideo, ¿qué hará con él? ¡Si se enterasen sus amigos chilenos! Deambulando por las callecitas polvorientas de Gualeguaychú los niños, siempre atrevidos, lo rodean dando gritos; es que las criaturas nunca han visto un esperpento vestido así y pensarían que pertenece a algún circo. Camina un poco más y se da con don Angel Elías, el secretario de Urquiza, que lo andaba buscando para decirle que el General se ha fijado que él no lleva la divisa punzó en su vestuario. Sarmiento entra en conflicto consigo mismo: si no se pone la divisa, no puede volver; y si se la pone, todo está perdido.
Segunda y tercera entrevistas
Al otro día vuelve a pedir otra audiencia con Urquiza. El Caudillo acepta recibirlo y Sarmiento decide, a último momento, no llevar el cintillo punzó. “Su Excelencia”, como él llama a Urquiza en sus escritos, lo recibe más cordialmente que el día anterior. Le cuenta pasajes de su vida y le dice que al terminar la campaña se retirará a su casa en Arroyo de la China. Entonces Sarmiento habría replicado con un gran discurso en donde le dice que la victoria le traerá obligaciones, por lo que debe proseguir amparando al nuevo gobierno que se instalará. Como a esto lo cuenta don Domingo, no sabemos que le contestó don Justo José. Pero al anochecer de aquel día recibe de Elías la intimidación de colocarse la divisa punzó, porque el General le ha dicho “que es la segunda vez que se lo manda decir” y parece que el sanjuanino es sordo, aunque en verdad lo es un poco y nadie lo sabe.
Siguiente a este día hay una tercera entrevista con Urquiza que parece tener cierta intimidad. Aprovechando uno de estos espacios más distendidos, Sarmiento le ofrece sus servicios. El General los acepta y, en lugar de darle el mando de alguna división aguerrida, le encarga el Boletín del Ejército y de llevar una imprenta. Sarmiento acepta el puesto gustoso. “A indicación suya –le escribe a su amigo Jacinto Peña-, resolví acompañarlo en la próxima campaña al mando ostensible de una batallón de prensas volantes.” Al caer la noche alguien le dice al oído que el General está muy disgustado porque no lleva la divisa punzó. Sarmiento responde que a él no le interesa porque a la madrugada regresará a Montevideo. Pero no se irá sin arreglar antes este asunto, porque si no, ¿qué le dirá a la caterva que lo espera anhelante en Montevideo?
Pero, ¿cómo resolver este acertijo con cierta dignidad? Entonces se le ocurre mandarle a Urquiza un retrato del General San Martín, a quien Urquiza ha admirado toda su vida, con una carta donde está impresa a modo de lema, una frase del Pacto Federal. Sin necesidad de usar el cintillo es una declaración de federalismo, y así se lo dice por carta a Elías para que éste, a su vez, se lo cuente a Urquiza diez minutos después. Al Caudillo le gusta la idea de hacer propaganda y ordena que esa frase se imprima en todos los papeles oficiales y en los pasaportes.
El 18 de noviembre le escribe Urquiza reiterándole que se incorpore al Ejército y reconociendo que él está en campaña desde muchos años atrás “combatiendo con sus escritos al tirano de nuestra patria”. Y, aunque no se crea, esta misiva le cayó mal al Padre del Aula. La carta en sí es una ratificación de lo conversado, pero Urquiza no se imagina, ni remotamente, de las ínfulas de Sarmiento que no son literarias, si no de conductor, estratega y aconsejador. Otra carta que recibe ese día es de Elías, que le sugiere no tomar a mal lo de la divisa punzó, porque es una orden para uniformar y valedera para todo el mundo. “Yo no aconsejaré a nadie que la lleve – le responde Sarmiento en tono indulgente-; como militar me la pondré; como ciudadano, nunca.” Lo que creo el buen lector deberá interpretar así: Urquiza busca la conciliación con Sarmiento porque conoce muy bien lo volátil que es la sarta que habita Montevideo, y sabe que una fisura puede terminar en grita, antesala del cañadón divisorio de las aguas; y a su vez Sarmiento lo pone al entrerriano entre la espada y la pared: si quiere la divisa punzó, que lo haga militar y si no, como ciudadano, seguirá vistiendo sin ella. No lo hizo militar y lo dejó en ciudadano.
Esa noche, como en todas las noches, hay bailes en Gualeguaychú. En verdad, desde que está Urquiza no faltan bailes en las anochecidas de la ciudadela, porque la danza en Entre Ríos ha sido elevada a la categoría de institución pública. Pero hay dos clases de estas algazaras nocturnas: la de las señoras gordas y paquetas que se hace en la Casa de Gobierno, y la de las chinitas flacas y jovencitas, que no tienen un lugar fijo, y por eso cada mañana se avisa dónde será el domicilio del próximo fandango, siempre arrabalero. Al baile de las señoras se concurre de uniforme o de frac. Al de las chinitas de poncho como andan ellas. Pero la mayoría de las chinas debajo del poncho no tienen nada, ni la hoja de parra bíblica que la han perdido en algún encuentro amistoso. Sarmiento asiste de frac al de las señoras, pero como se aburre, secretamente pide prestado un poncho y se va con las chinitas, siempre querendonas, y baila la contradanza con una flor del pago, pero se retira temprano. A pesar de tener tan sólo 40 años, buena salud y cierta agilidad, Sarmiento parece un vejestorio descolorido: junto con el pelo que se le cayó de la cabeza, se le fue la pinta que no volverá más. De allí es que Urquiza, que estaba más tiempo con las chinitas jóvenes con olor a guiso carrero en el pelo que con las señoras gordas bañadas en agua florida, al verlo haya dicho sorprendido: “¡Véanlo al viejito bailando!”
El regreso a Montevideo
Después de seis días de estancia Sarmiento se aleja de Gualeguaychú. La nave que lo conduce río abajo, hace una breve escala en Martín García que el viajero aprovecha para conocer la isla. Por fin llega a Montevideo, pero ya no se alojará en el viejo cuchitril que lo viera aterrizar un mes atrás. Se hospedará en la casa de Vicente Fidel López: es que Dios omnipotente, al juntarlos de esta manera, trabaja menos, y el diablo carga con ellos. Para eso es diablo. Cuando Sarmiento le cuenta a López que se marchará con el Ejército en campaña, el amigo no le cree. Esto le duele al Padre del Aula, precisamente porque es la verdad: no le han dado el alto cargo militar al que él aspiraba y al sastre que lo llama cada rato para probar el uniforme, no lo quiere ver. Ha quedado desairado. Pero no hubo maldad en esto, simplemente Urquiza no cree en los talentos militares de Sarmiento, ni nadie, como su amigo López, con excepción de él mismo, que de la noche a la mañana abrazó este berretín de hacerse militar que, desgraciadamente, habría de durarle muchísimos años.
En esos primeros días de diciembre se ocupa en estudiar un Plan de Operaciones contra Rosas. Pero como no tiene idea por dónde comenzar, recurre a Paunero, otro desocupado que, casualmente, está en salmuera como él: Urquiza lo ha nombrado como agregado al Estado Mayor. Es decir: para que diga el presente y tenga un lugar donde cobrar el sueldo. “Otras funciones empero –le escribe a Jacinto Peña- me están reservadas, y, asociado con Paunero, debemos formar el Estado Mayor del Ejército.” Lógicamente que el Coronel Paunero debió ignorar lo que su amigo andaba diciendo irresponsablemente, porque si se hubiese enterado Urquiza de semejante indisciplina los hubiese echado a los dos sin misericordia. Si no les pasaba algo peor. Ahora bien: ¿acaso imagina el lector lo que debe haber sido el Plan de Operaciones ideado por Sarmiento? Sí: para revolcarse en el colchón de risa. Lamentablemente se ha perdido.
Paralelamente a este trabajo de Estado Mayor, Sarmiento mata el tedio montevideano “incorporándose” dice él, aunque confusamente, al Batallón del Coronel Lezica. Pero creemos que estuvo en la unidad en la calidad de visita, invitado u observador, porque no figura en las listas de revista. Y nunca pudo figurar porque todo movimiento del personal militar tiene que tener una procedencia, es decir la documentación que acredite su alta, el grado que ostenta, en qué situación se incorpora y dónde prestará servicios. De esta manera el Ejército sabe dónde se encuentra, en cada instante, hasta el último recluta recién incorporado. Y Sarmiento no tiene procedencia porque no tiene estado militar: no viene de ningún lado y no puede ir a ningún otro. Militarmente no existe.
Cuando se encontraba armando estas patrañas le llega la orden del General de comprar una imprenta. ¡Qué tarea! ¿Conseguir una imprenta en Montevideo en diciembre de 1851? Busca y rebusca, pero finalmente consigue una, un poco vieja y destartalada, que podría cumplir con el objetivo. Haciendo la salvedad que solamente conocen su manejo los cuatro operarios que ya tiene, de manera que incorpora a estos cuatro individuos a sueldos, que no sabemos quién se los pagará. Así como no dice Sarmiento quién pagó la imprenta que fue de contado, aunque el precio fue aceptable. Y hecho esto se embarca en el Blanco para Colonia, donde el marqués de Caxías está acantonando el Ejército Chico junto con el Almirante de la escuadra brasilera.
En Colonia se hace el trasbordo de Sarmiento, la imprenta y los operarios al buque de guerra Affonso. En una recámara especial el Almirante aloja a un ramillete de alelíes integrado por Sarmiento, Mitre y Paunero. Inmediatamente los barcos, que son siete en total, inician su lenta marcha por el Río de la Plata hasta la embocadura del Uruguay. Allí entran por el Paraná Guazú. Al otro día divisan la Vuelta de Obligado y las barrancas del actual San Pedro. Ellos esperaban recibir allí un copetín, pero no ven un solo soldado. ¿A dónde estarán? Siguen entonces hasta que se dan con las fortificaciones que en Tonelero ha mandado a construir el General Lucio Mansilla.
Es el día miércoles 17 de diciembre de 1851, fecha augusta de las glorias argentinas. El Almirante extranjero manda a toda las tripulaciones a bodega, e invita a Sarmiento, Mitre y Paunero, como Oficiales Superiores, a permanecer a su lado en cubierta. Pero les aconseja que se vistan de uniforme. Sarmiento se coloca el suyo que le ha hecho el sastre de Montevideo, porque al subir al Affonso le ha dicho al Almirante brasilero que es Coronel. O sea que en 47 días ha pasado de Sargento Mayor a Coronel: no se diga que no es vertiginosa la carrera del hombre. Envidiable. Mas al acercarse a Tonelero, las naves deben desfilar de a una frente a las baterías allí instaladas por el General Lucio Mansilla. Según éste tardaron en desfilar, de la primera a la última, 55 minutos. En ese tiempo recibieron 800 cañonazos que dejan los cascos a la miseria, pero sólo ocasionan tres muertos y dos heridos. El objetivo se ha cumplido: para esas naves la guerra ha terminado. No sirven más. En el parte de combate, el Almirante brasilero, lloroso por demás, menciona a los tres argentinos y, como hemos dicho, a Sarmiento le otorga el grado de Coronel.
Malheridos y a los tumbos, porque algunas naves vienen haciendo agua, divisan las barrancas de Rosario. Ellas están coronadas de rojo: son soldados de la Federación que pronto habrán de sublevarse en contra el Restaurador. Hay un estremecimiento porque se imaginan otra zurra, pero los federales los dejan pasar indiferentes. Y así llegan a Diamante donde Urquiza se apresta a cruzar el Paraná.
Sarmiento ha recibido su bautismo de fuego. Esta acción, juntamente con las ya citadas, son los antecedentes militares que Sarmiento irá sumando cada vez que reclama un grado. De todas maneras estos antecedentes, hinchados por él, jamás pasaron de una carilla.
CLAVES PARA ENTENDER AL PAMPERO
Ya nos congratulamos, ahora les avisamos que leer a Juan Pampero tiene "sus cosas". Deben tener en cuenta, lo siguiente...
1.- Odia a los zurdos (lo cual nos estremece por demás, ustedes saben lo que queremos Titín y yo a estos muchachos);
2.- Odia a los masones (bueno, yo no los conozco demasiado, pero va a estar bueno saber quiénes son);
3.- Le da con un caño galvanizado a la Iglesia (muy a pesar de citar permanentemente a Cristo y a su Madre Misericordiosa. Pero claro, como él bien dice: "una cosa es Cristo, otra la Iglesia y otra bien distinta los hombres");
4.- Siempre escribe en formato de carta;
5.- Siempre se dirige a un tal Don Carlos. (aclaro, ni en pedo me llamo Carlos, tampoco titín. Aunque una vez me sentí "Carlitos", cuando mi señora vino a casa de mafrugada después de la despedida de soltera de una amiga y no paraba de reirse diciendo "ay, no sabés lo aburrida que fué", cuác....).-
Bueno amancebaditos, ya les avisé